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El voto del electorado turco, que por primera vez pudo elegir directamente al jefe de Estado, es claro: Recep Tayyip Erdogan pudo superar tranquilamente el umbral del 50 por ciento en la primera vuelta electoral. Este resultado es democráticamente correcto y, por lo tanto, inimpugnable. Esta es una cara de la medalla. La otra es el temor imperante a que Turquía se siga transformando en una república islámica, con cada vez más preceptos religiosos para la vida cotidiana de la ciudadanía.
Con el triunfo de Erdogan se sigue desmoronando la obra reformista del fundador de la república, Mustafá Kemal Atatürk. Las élites kemalistas no quisieron comprenderlo en los años pasados, pero su arrogancia ante múltiples problemas que dificultan considerablemente la vida diaria de la gente condujo al actual statu quo político en Turquía.
Así, el islámico-conservador Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) de Erdogan pudo seguir ampliando su poder, que conquistó en 2002 con un 34 por ciento de los votos, y llegar a obtener casi un 50 por ciento de la votación en los comicios parlamentarios de hace tres años. Finalmente, el AKP ganó cada elección y coronó ahora su acumulación de un aplastante poder político en Turquía con el ascenso de su jefe a la presidencia.
Erdogan sabe lo que quiere la gente
El AKP surgió de los escombros de cuatro partidos religiosos. Entre fines de la década del 60 y mediados de la del 90, estos habían sido calificados de “centro de actividades fundamentalistas” y proscritos por los militares y el Tribunal Constitucional, que dominaban. Gracias a la experiencia de estos partidos precursores, Erdogan sabía con exactitud dónde le apretaba el zapato al ciudadano común, qué necesitaba y que quería. Eso lo agradeció el electorado ahora. En las elecciones, Erdogan fue recompensado sobre todo por haber dado al pueblo turco una nueva autoestima, basada en valores religiosos.
A Erdogan no le interesa el hecho de que la libertad de opinión y de prensa, al igual que los espacios de desarrollo democrático, hayan sido restringidos en grado tal que Turquía ocupa vergonzosos lugares de retaguardia en los correspondientes índices comparativos internacionales. También sus seguidores han ignorado las acusaciones de corrupción contra Erdogan, su familia y su entorno político, tomándolo como el precio a pagar por el relativo bienestar alcanzado.
La “nueva Turquía”
Erdogan ha sido elegido por cinco años. Pero, desde ya, se puede partir de la base de que seguirá en la jefatura de Estado por lo menos un período más. De ser así, en el centenario de la república, en 2023, pasará a la historia como el hombre que echó atrás casi toda la obra reformista de Atatürk. Es muy probable que haya un nuevo régimen sobre la base de un sistema presidencialista, con un parlamento de reducida influencia. Probablemente por eso habla Erdogan siempre de la “vieja” y la “nueva” Turquía.
Su retador, Ekmeleddin Ihsanoglu, respaldado por 14 partidos, logró solo un 39 por ciento de los votos. Un éxito considerable para sus efectos consiguió el político kurdo Selahattin Demirtas, con cerca de un 9 por ciento.
La influencia de Europa se desvanece
Aun cuando Erdogan goza de prestigio en Turquía, todavía tiene que pulir su fama en el campo de la política exterior. Rodeado de focos de crisis como Irak y Siria, y conflictos como el de Israel y Gaza, el de Ucrania y Rusia y los nuevos combates entre Azerbaiyán y Armenia por Nagorno Karabaj, Erdogan debe disipar los temores de que echará más leña a la hoguera. Porque justamente eso es lo que hizo con frecuencia en el pasado.
La Unión Europea, y sobre todo Alemania, tendrán que soportar a un Erdogan cada vez más incómodo. La aventura europea de Turquía se acerca indefectiblemente a su término. Eso no tiene por qué significar el fin del mundo, pero las posibilidades de la UE de influir en Turquía se reducirán probablemente cada vez más. Y cabe dudar de que eso sea positivo para los intereses de los europeos en la región.
(Fuente: Baha Güngör/Deutsche Welle )