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Cuatro guerras en dieciséis años en el poder – Chechenia, Georgia, Ucrania y Siria -, conforman el historial bélico del presidente ruso, Vladímir Putin, quien no ha dudado en recurrir a las armas para defender los intereses de su país.
Nada más llegar al poder, Putin se granjeó el apoyo de sus conciudadanos al lanzar la segunda guerra de Chechenia (1999-2009), bautizada como operación antiterrorista por el Kremlin, pero calificada por otros como guerra civil.
Al principio, Occidente criticó duramente las violaciones de los derechos humanos en la guerra, pero el incondicional apoyo ruso a la campaña antiterrorista lanzada por EEUU tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 hizo olvidar el infierno chechén.
Diez años después Chechenia dejó de ser un problema, ya que el autoritario dirigente chechén designado por el Kremlin, Ramzán Kadírov, ha instaurado un régimen policial que ha logrado descabezar a la guerrilla islamista.
Putin mantiene ufano que la victoria en la segunda guerra chechena evitó la desintegración de la Federación Rusa.
Poco después de dejar el Kremlin para asumir el cargo de primer ministro (2008), Georgia lanzó una operación relámpago para recuperar la región separatista de Osetia del Sur, cuya población había recibido de manera soterrada la ciudadanía rusa.
El Kremlin no dudó en ordenar su primera intervención militar en el extranjero desde la invasión de Afganistán (1979) y las tropas rusas acudieron en ayuda de sus fuerzas de paz y del pueblo oseta.
Fueron sólo cinco días de guerra, pero Rusia no se limitó a liberar Osetia del Sur, sino que lanzó operaciones de castigo contra el Ejército georgiano y se adentró en territorio de ese país hasta situarse a menos de 50 kilómetros de la capital de Georgia, Tiflis.
Como resultado, Rusia reconoció la independencia de Osetia del Sur y Abjasia (mar Negro), y se escudó en que fue Occidente quien abrió la caja de Pandora del separatismo al apoyar la secesión de la provincia serbia de Kosovo, en febrero de 2008.
Pocos dudan ahora de que Osetia del Sur acabará integrándose tarde o temprano en la Federación Rusa, que ha desplegado bases militares en ambas repúblicas para contener la expansión de la OTAN.
La necesidad de corregir “una injusticia histórica” fue el prosaico motivo que ofreció Putin para desplegar en febrero de 2014 sus tropas en la península ucraniana de Crimea, bajo control ruso hasta 1954.
Aprovechando el vacío de poder en Kiev y la supuesta amenaza ultranacionalista, el líder ruso respaldó un referéndum de independencia que condujo un mes después a la anexión del territorio, habitado mayoritariamente por rusos.
Posteriormente, explicó que el Kremlin no podía permitir en ningún caso que la EEUU y la OTAN atracaran sus buques, instalaran sus radares y desplegaran sus misiles en Crimea, punto estratégico para el control del mar Negro.
Las sanciones internacionales no arredraron a Putin, quien no dudó en apoyar la sublevación armada que estalló seguidamente en las regiones ucranianas de Donetsk y Lugansk, y que desembocó en una cruenta guerra entre los separatistas prorrusos y Kiev.
Aunque el Kremlin nunca ha reconocido el envío de tropas regulares, es sabido que militares rusos combaten en las filas de las milicias insurgentes, que, según Kiev, han recibido además financiación y armamento de Moscú.
A pesar de que Putin convirtió en secreto de Estado los datos sobre las bajas militares en tiempos de paz, diversas fuentes hablan de que fueron los refuerzos rusos los que cambiaron el rumbo de la guerra justo cuando el Ejército ucraniano había tomado la iniciativa en agosto de 2014 y febrero de 2015.
Ahora, Rusia se ha embarcado en una nueva aventura militar en el extranjero, en Siria, con el objetivo declarado de acabar de nuevo con la amenaza terrorista islamista, ya que, aduce, es mejor combatir fuera de las fronteras que en tu propio territorio.
Como ocurriera con la URSS en Afganistán, ha sido el presidente sirio, Bachar al Asad, el que pidió ayuda militar a Putin, quien ha enviado una escuadrilla de aviones y helicópteros para sacar de sus guaridas a los yihadistas del Estado Islámico (EI).
Aunque la operación terrestre está descartada, la campaña de bombardeos aéreos tiene sus riesgos, ya que los yihadistas podrían dirigir su ira contra Rusia, con lo que Putin tendría que volver a combatir al enemigo en casa, como en 1999.
La doctrina militar promulgada recientemente por Putin es “exclusivamente defensiva”, pero incluye un ambicioso programa de rearme cuyo objetivo es mantener la paridad nuclear con EEUU, que consecuentemente no ha podido hacer nada para frenar las intervenciones militares rusas.
(Fuente: Ignacio Ortega/EFE)
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