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Eran los primeros meses de 1962 y Helmut Schaffrick se sentía afortunado. Acompañado de su esposa y sus siete hijos se alejaba en barco de una Alemania en ruinas. En el horizonte divisaba un paraíso cristiano donde empezaría una nueva vida junto a otros 300 compatriotas.
Su viaje finalizaba en unos terrenos boscosos del sur de Chile donde erigirían una comunidad para ayudar a los más necesitados. La llamarían Colonia Dignidad.
Para financiarla, los Schaffrick, como otras familias, habían vendido la casa donde vivían, en un pequeño pueblo del norte de Alemania. Helmut y su esposa Emi reunieron 30.000 marcos que entregaron a su líder y guía espiritual, Paul Schäfer.
Schäfer era casi analfabeto, de contextura pequeña y serias discapacidades físicas. Solo tenía un pulmón, le faltaba un ojo y también varios metros de intestino. Sin embargo, estaba dotado de un inconmensurable poder de convicción.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Schäfer fue enfermero del ejército nazi. Después, en medio de una Alemania desorientada, empezó a reclutar fieles de las comunidades baptistas. Pronto formó un grupo de devotos seguidores, entre ellos niños de quienes abusaba sexualmente.
Cuando la fiscalía empezó a investigar, Schäfer huyó a Chile con la mayoría de sus adeptos. Unos 90 niños viajaron sin sus padres. Schäfer les dijo que sería una estancia temporal. Así comenzó un infierno que duró casi cincuenta años.
“Vinieron engañados. Pensaban que construirían un sitio donde hacer el bien y vivir como buenos cristianos. Solo encontraron esclavitud y sufrimiento”, explica Horst, uno de los hijos del matrimonio Schaffrick.
Instalados en una aislada finca entre ríos y montañas, Schäfer, ayudado de un pequeño círculo de fieles seguidores, requisó los documentos de los colonos e impuso un “férreo régimen totalitario”, relata el abogado Winfried Hempel, nacido en Colonia Dignidad.
Como las otras familias, Helmut y Emi fueron separados y sus hijos quedaron a cargo de despiadadas institutrices. Los contactos, absolutamente prohibidos, eran duramente castigados. “La familia es algo carnal, una cochinada, lo que verdaderamente importa es la comunidad”, predicaba Schäfer.
Helmut, a quien la guerra postró en una silla de ruedas, nunca aceptó aquello. Llamaba a sus hijos cuando los veía de lejos, pero Schäfer inhibió su desesperación a base de sedantes y electroshocks. Acabo sometido por extenuantes jornadas laborales de 16 horas. Siete días a la semana.
El infernal sistema de trabajo, los brutales castigos y la implacable vigilancia permitieron a Schäfer erigir una disciplinada microsociedad, regida por un poder absoluto y un dios vengativo.
Cercos con sensores de movimiento, trampas y cámaras de vigilancia protegían el reino de Schäfer del “maléfico mundo exterior”, del que estaba prohibido hablar. Para quienes nacieron y crecieron en ese universo de horror, la pedofilia, los castigos y la esclavitud eran la única realidad.
Afuera, Colonia Dignidad era una “modélica finca autárquica” que gozaba de la simpatía de la ultraderecha chilena. Durante el Gobierno de la Unidad Popular (1970-1973), los colonos cavaron trincheras y alzaron un cerco eléctrico para protegerse de la “invasión marxista”. Nunca pensaron que levantaban los muros de su propia cárcel.
Tras el golpe militar de 1973, Schäfer ofreció sus instalaciones a la policía secreta de Augusto Pinochet. Colonia Dignidad se transformó en pieza clave del aparato represor de la dictadura.
Los sótanos donde almacenaban las patatas se convirtieron en un centro de sofisticadas torturas e insoportables interrogatorios dirigidos por el propio Schäfer. Alrededor de 350 personas fueron torturadas. Más de un centenar fueron asesinadas y enterradas en algún lugar de la propiedad.
Finalmente, la democracia logró resquebrajar los impenetrables muros de Colonia Dignidad. Schäfer se fugó en 1997, cuando la justicia empezó a investigarle. Sin embargo, un “consejo de ancianos” mantuvo el régimen hasta 2005, cuando Schäfer fue detenido en Argentina y encarcelado en Chile, donde murió cinco años después.
Cuando el mundo exterior penetró por fin en la comunidad, los colonos quedaron aturdidos. Algunos tenían cincuenta años y nunca habían escuchado hablar de sexo, televisión o dinero. Estaban perdidos. Muchos regresaron a Alemania, otros decidieron quedarse.
Hoy, Colonia Dignidad se llama Villa Baviera y se ha reinventado como complejo turístico. La mayoría del centenar de colonos que aún habita en el enclave lucha por rehacer su vida y aprender a convivir con la sombra de Schäfer.
Fuente: EFE