(Foto: Cortesía @PaolaV911)

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A comienzos de febrero, cuando tuvieron lugar concentraciones en el oeste de Venezuela para exigir que se solucionaran problemas como el de la inseguridad ciudadana, el desabastecimiento y los desequilibrios económicos, el Gobierno de Nicolás Maduro reaccionó criminalizando el derecho a la protesta, ordenando a las fuerzas de seguridad del Estado que reprimieran a los manifestantes. Eso sólo echó más leña al fuego. Ahora, la violencia política ha adquirido una dinámica propia y sus causas originales han pasado a un segundo plano.

El 12 de febrero, una parte del movimiento estudiantil venezolano salió a la calle para demandar la liberación de varios compañeros detenidos en protestas previas. Pero el establishment respondió haciéndose la vista gorda cuando personas encapuchadas, los “círculos chavistas” –fuerzas de choque que Maduro quiere reforzar– y los servicios de inteligencia convirtieron la marcha pacífica de Caracas en una guerra asimétrica entre manifestantes desarmados y oficialistas bien apertrechados. Tres personas murieron en los tumultos.

Desde entonces, otras tres han perdido la vida en el marco de revueltas atizadas por los excesos de las distintas policías.

Este 19 de febrero –mientras Maduro hablaba en cadena nacional– se denunció que, en Caracas, las fuerzas del orden público destruyeron propiedad privada arbitrariamente, lanzaron bombas lacrimógenas vencidas contra el cuerpo de los manifestantes y dispararon contra los edificios desde donde eran abucheados por los residentes. Actos de amedrentamiento similares se registraron también en otras ciudades.

¿Hay vuelta atrás?

La organización de derechos humanos Provea acumuló informes según los cuales la policía militar venezolana y los “colectivos chavistas” actuaron coordinadamente para extinguir focos de protesta en el interior del país. El diario El Universal aludió a acusaciones de agresión sistemática contra periodistas y de torturas sufridas por personas detenidas. Y el propio Maduro dijo que estaba dispuesto a militarizar el Táchira, haciendo temer que los abusos contra la disidencia se multipliquen si se suspenden las garantías constitucionales en ese convulsionado estado.



Sin embargo, no es sólo el Gobierno el que parece determinado a continuar en curso de colisión. Cuando los más prudentes piden aislar a los extremistas que buscan la confrontación, tanto en el bando oficialista como en el opositor, su clamor cae en oídos sordos.

Cierta paranoia empieza a hacer de las suyas en las bases porque las partes en discordia asumen que “no hay vuelta atrás” ni diálogo posible. Quienes erigen barricadas para evitar que las fuerzas de seguridad entren a sus calles han comenzado a desconfiar hasta de los fotoreporteros.

La radicalización de las posturas, una de las consecuencias de pretender jugarse el todo por el todo, también crea fricciones dentro de las alianzas políticas. El Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) tiene sus fisuras y la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) se encuentra dividida frente a un dilema: canalizar el descontento popular por las vías regulares es frustrante porque el PSUV controla todas las instituciones, pero las protestas de calle –y de los actos de desobediencia civil, ni hablar– corren el peligro de verse infiltradas y reprimidas.

El dilema de la oposición

Al calor de los sucesos recientes, las voces moderadas se han visto eclipsadas por las más altisonantes. Algunos opinan que Henrique Capriles Radonski perdió el liderazgo de la oposición frente a Leopoldo López.



Capriles Radonski insiste en no lanzarse a la calle sin propósitos específicos, en no prometer ni creer en salidas inviables a la actual situación política venezolana y en no permitir que las manifestaciones, por sí solas, se conviertan en una cortina de humo, relegando al olvido las penurias de la ciudadanía que dieron pie a las primeras protestas.

Acusado de terrorismo por convocar a manifestaciones para revocar al presidente, López se entregó solemnemente a las autoridades, pero continuó haciendo llamados a la protesta pacífica, sabiendo de antemano que su gesto de sacrificio personal puede caldear los ánimos de sus seguidores y conducir a nuevos enfrentamientos.

Eso lleva a preguntar, ¿qué meta se ha puesto este dirigente? ¿Pretende López que el número de muertos obligue a las Fuerzas Armadas a intervenir y a la comunidad internacional –los vecinos de Venezuela incluidos– a condenar al Gobierno de Maduro?

Esta incógnita queda abierta mientras el estado de crispación no se disipe en ese país suramericano. Mientras tanto –y considerando que la oposición marchará otra vez el 22 de febrero para exigir el desarme de los “colectivos chavistas”–, sólo cabe repetir lo que enfatizan los defensores de los derechos humanos: el Estado tiene el monopolio de la violencia y debe ejercerlo proporcionalmente sólo cuando sea imprescindible; si la Constitución venezolana contempla el derecho a la protesta, éste debe ser honrado y, de ser necesario, los manifestantes deben ser protegidos por cuerpos de seguridad formados para controlar concentraciones. (Fuente texto y videos: Deutsche Welle )