(Video: Cortesía Deutsche Welle)

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Un nuevo Medio Oriente democrático debe emanar de los impulsos de la propia región. Solo así se podrá hacer frente eficazmente a grupos terroristas como el “Estado Islámico”, opina Naser Schruf.

No hace mucho, el mundo celebraba lo que ocurría en las calles de ciudades árabes como un acto de liberación de los oprimidos contra sus dictaduras. “Revolución de los jazmines”, “Primavera árabe” y “Revolución de Facebook” eran los términos que dominaban los titulares de la prensa occidental y parecían anunciar un “nuevo” Medio Oriente democrático y pluralista, incluyendo al norte de África.

Imágenes de jóvenes árabes civilizados, manifestándose pacíficamente, dieron la vuelta al mundo. Sus armas eran Internet, los blogs y redes sociales como Facebook o Twitter. Lo mismo ocurrió con la imagen en que manifestantes musulmanes oraban en la plaza Tahrir, en El Cairo, mientras manifestantes cristianos coptos los protegían de los ataques de la policía: la convicción y el entusiasmo con que estos jóvenes luchaban por la democracia, la libertad, la dignidad humana y la tolerancia, su euforia y su valor para alzarse contra regímenes represivos, todo esto era algo auténtico y perceptible. Y también a mí, como alemán-árabe, me llenaba de orgullo.

Es comprensible que muchos comentaristas vieran surgir un “nuevo” Medio Oriente, aunque ya entonces no pudieran precisar el concepto de “nuevo”. Pero la velocidad con que se derrumbaron, uno tras otro, poderosos sistemas autocráticos como los de Túnez, Egipto y Yemen, era impresionante y parecía preludiar un cambio de era. ¿Qué quedó de todo eso? No mucho. Por no decir: lo contrario. El Medio Oriente ha adquirido un nuevo rostro. Pero es un rostro feo.

Sombrías perspectivas para el Mundo Árabe

No solo ha pasado la euforia. También se ha puesto en marcha una oleada de represión, que se vuelve cada vez peor. Este proceso comenzó con los enfrentamientos bélicos en Libia, que solo pudieron zanjarse gracias a la intervención de la OTAN. Y alcanzó su clímax en Siria, donde la revolución derivó en una guerra sangrienta, que sigue cobrando innumerables vidas. Oscuridad e incertidumbre se ciernen sobre el mundo árabe. Los manifestantes pacíficos de la “Primavera árabe” se encuentran marginados y en parte han sido incluso encarcelados.

Guerras civiles, purgas étnicas, deterioro y destrucción marcan el panorama. Y en varios países de la región marcan la pauta hombres barbados con un perverso gusto por matar. Los combatientes del así llamado “Estado Islámico” (EI) controlan ya en Siria e Irak un territorio más grandes que el de países como Jordania o el Líbano. Aterrorizan allí a todos los que no están dispuestos a someterse a su “califato”, que en realidad no es más que un imperio del terror con un disfraz pseudo religioso.

Las consecuencias son amargas. El Medio Oriente fue un día famoso como mosaico de diversas culturas, etnias y tradiciones religiosas. Hoy hay cada vez divisiones, que llevan a la gente combatirse con violencia recíprocamente.

Lo que aquí se vive es uno de los capítulos más sombríos y tristes de la historia reciente del Medio Oriente, donde, a pesar de muchas guerras, conflictos y oleadas de refugiados o de emigración, sunitas, chiítas, cristianos, yazidíes y otros muchos grupos convivieron en forma mayormente pacíficamente.

Demoledor balance de una primavera

Todo esto constituye un balance realmente demoledor de la “Primavera árabe”, teniendo en cuenta que no se ha resuelto ninguno de los problemas que las convulsiones desataron en su día.

Entretanto, Occidente ha vuelto a aspirar a la estabilidad en el Medio Oriente, casi a cualquier precio, en lugar de fomentar activamente la democracia y el pluralismo. Cierto es que se vio forzado a ello por la amenaza de grupos terroristas como el “Estado Islámico”. Pero no se debería pasar por alto que, pese a toda la simpatía por la “Primavera árabe”, nunca hubo un cambio real en la relación de Occidente –y en especial de Estados Unidos- con Arabia Saudita, aun cuando allí impera uno de los regímenes más represivos de la región.

Las quejas árabes al respecto son justificadas. Pero no ayudarán a salir del actual atolladero. Nuevamente se plantea el desafío a la propia población del mundo árabe: sus élites gobernantes no son capaces y en su mayoría no tienen la voluntad de emprender los cambios requeridos.

Por eso, no solo urge un cambio de generación, sino también uno de mentalidad. La nueva generación no solo debe saber cómo manejar Internet y las redes sociales. Tiene que poder organizarse social y políticamente mejor y de forma más permanente que durante la “Primavera árabe”. Y debe encontrar, por sus propios medios, una forma colectiva de pensar que haga imposible que los necesarios procesos de reforma se vuelvan a aniquilar de inmediato mediante la fragua de pugnas confesionales o el terror.

(Fuente: Naser Schruf/Deutsche Welle )