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A los 25 años, Stephen King, con dos hijos y una licenciatura en educación, trabajaba en una lavandería de Maine. La esposa del maestro del terror, Tabitha King, llevaba el uniforme de Dunkin’ Donuts a medio tiempo.
En su libro On Writing (Mientras escribo), el escritor menciona como su recuerdo más nítido de esos años de estrecheces un domingo en el que su pequeña Naomi enfermó de una infección de oído y fiebre alta. Por esos días el autor completaba las cuentas gracias a los relatos que vendía a revistas para adultos, de horror y de ciencia ficción.
“Los relatos que vendí a las revistas para hombres entre agosto de 1970, cuando recibí el cheque de doscientos dólares por El último turno, y el invierno de 1973-1974 eran lo único que nos separaba de la asistencia social, y por poco. (Mi madre, republicana de toda la vida, me había contagiado su aversión a las ayudas del gobierno, que Tabby compartía en cierto grado)”, relata Stephen King.
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La pareja, sin dinero, se preparó para llevar al hospital a la niña, pero no les alcanzaba ni para una muestra de “el líquido rosado”, como llamaban a la amoxicilina líquida que requerían. Afuera del piso barato que alquilaban, asomaba un sobre en el buzón de mensajes del autor de Carrie, extraña presencia un fin de semana en el correo de un matrimonio joven. El narrador deseó que no sea otro recibo a pagar.
Lo que encontró Stephen King fue un cheque por US$500 que le enviaba una editorial por el cuento A veces vuelven, publicado en una “dignísima” revista para adultos y en cuya venta no había confiado. Hasta encones era el récord de honorarios literarios del novelista, quien pudo costear la consulta médica y el antibiótico. Y tal vez salió a cenar y luego tuvo una noche romántica con Tabby, su memoria no lo precisa.
“Mi opinión sobre esos años es que fuimos muy felices, pero que también pasamos mucho miedo. En el fondo éramos muy jóvenes, casi unos críos, que se suele decir, y el cariño ayudaba a olvidar los números rojos. Nos cuidábamos (cada uno a sí mismo, mutuamente y a los niños) lo mejor que sabíamos. Tabby iba a Dunkin’ Donuts con su uniforme rosa y avisaba a la ‘poli’ cada vez que armaban un escándalo los borrachos que entraban pidiendo café. Yo lavaba sábanas de motel y seguía escribiendo películas de terror de un solo rollo”, recuerda Stephen King.
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