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Texto y fotos: Javier Cabello
José Carlos ignora dónde está su padre, pero sabe que murió. Lo recuerda cuando a los cinco años le enseñó a escribir antes que ingresara a la escuela. Y también confiesa que siente vergüenza por él. Junto a su madre fueron parte del grupo terrorista que dejó miles de víctimas en los 80 y 90 en el Perú.
Su padre integró el movimiento subversivo Sendero Luminoso y fue uno de los más de 100 presos por terrorismo que murieron durante un motín en el pabellón azul del penal El Frontón, en 1986. Era el primer gobierno del presidente Alan García. El cadáver de su padre aún no aparece, pero ya ha dejado de buscarlo.
El cuerpo de su madre sí reposa en un cementerio, en el de Villa María del Triunfo, tras ser encontrada con tres impactos de bala en la nuca en la playa La Chira, en Chorrillos, en 1992.
El hallazgo ocurrió pocos meses antes de la captura del cabecilla terrorista Abimael Guzmán, en Surquillo. Entonces José Carlos Agüero Solórzano tenía 17 años y ahora tiene 40. Es historiador graduado de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y poeta, y acaba de publicar un libro testimonial como hijo de padres senderistas ejecutados extrajudicialmente.
ENTRE LA VERGÜENZA Y EL AMOR
Los rendidos. Sobre el don de perdonar (Instituto de Estudios Peruanos) narra la otra cara, la historia de las otras víctimas durante la época del conflicto armado interno en el país. No buscan perdón ni olvido, sino solo ser escuchadas.
Son las 6 de la tarde en una cafetería en San Borja y se inicia la charla. Antes, José Carlos pide un cheesecake de sauco y una coca cola.
¿Qué se siente ser hijo de terroristas?, le pregunto. Su rostro se queda inmóvil, como si no esperara una pregunta tan dura y real. Sus ojos se agrandan, sus labios dejan de tocarse, su respiración se contiene unos segundos y responde.
“Siento vergüenza, porque no puedo dejar de sentir vergüenza de saber que mis padres, a quienes sigo amando, participaron de todo esto. Mis padres militaron en un grupo que generó un daño inconmensurable a la sociedad. Una cadena del mal que se va reproduciendo hasta nuestro días”.
Recuerda a su madre Silvia Solórzano Mendívil como una mujer que prefirió no abandonar a sus hijos y pasar a la clandestinidad, sino quedarse con ellos en su precaria casa de esteras en El Agustino. O también en la pequeña tienda de la Universidad de San Marcos, donde trabajaba tipeando en una máquina de escribir. A veces no iba al colegio para acompañarla. Cree que su madre no mató a nadie debido al rol que cumplía. Se encargaba de acoger a los ‘tíos’ (camaradas), darles de comer y curar sus heridas. Además, en casa se guardaba armas y explosivos, pero nunca ella permitió que sus hijos formen parte del partido.
Cierra los ojos y la escucha entonando Mediterráneo, del cantautor español Joan Manuel Serrat, o un Velero llamado libertad, de José Luis Perales, cada vez que llegaba de noche al hogar. Escribían las canciones de la radio para después cantarlas.
FULBITO Y ATARDECERES EN EL FRONTÓN
“Una fuente de orgullo para cualquiera pueden ser nuestros padres, pero para mí no fue así. No odié a mis padres. Solo sé que estaban profundamente equivocados y generaron mucho daño. Solo intento comprenderlos”, agrega.
Su padre José Manuel Agüero Aguirre fue un dirigente sindical y siempre andaba en jean, botas, casaca de cuero y alejándose en su moto. José Carlos acepta la probabilidad que haya matado a alguien porque integró un cuadro operativo e incluso un policía murió durante su captura. No sabe si él disparo. Iba a visitarlo a la isla de El Frontón, donde jugaba fulbito con él y se sentaban frente al mar a contemplar el atardecer. “¿Dónde estará su cuerpo?”, se pregunta.
Nunca pensó en vengarse pese a saber quiénes fueron los culpables. “Pienso en los marinos que mataron a mi padre. Sendero consiguió datos exactos no solo de los oficiales de la Marina que dirigieron el operativo, sino de los que casi
con sus propias manos lo torturaron y le dieron muerte”, escribe.
LA RECONCILIACIÓN CON ÉL MISMO Y LOS DEMÁS
De pronto, una señora se acerca y le pregunta dónde puede conseguir su libro. “Ya debe estar en las librerías”, le dice. La mujer se disculpa por la interrupción y se retira. José Carlos trabaja en el Ministerio de la Cultura, es activista de derechos humanos e investigador en temas de violencia política y memoria histórica. Dice que no busca humanizar a Sendero Luminoso ni mucho menos hacer apología porque sería indignante. Se siente marcado por la historia de sus padres como un estigma que nunca se borrará.
“Los senderistas mataron miles de personas. Miles de ellas fueron objeto, antes de morir, de vejaciones infames. Cientos, quizá miles, después de ser asesinadas sufrieron el uso de sus cuerpos para el ejemplo y la pedagogía del miedo”, relata.
Confiesa que no todo fue malo en su vida porque de alguna manera sus padres lo prepararon para intentar querer a los demás sin ningún resentimiento, revancha o ánimo de destrucción. Sentir por el otro y ser muy solidario.
Ha transcurrido más de una hora de conversación y José Carlos solo ha probado una vez su pastel favorito. Ese postre que nunca pudo comer junto a sus padres. Y ahora los recuerda en cada bocado.