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Jack London tomó 12.000 fotos entre 1900 y 1916, el período en que consolidó su carrera de escritor y periodista. El autor de Colmillo blanco llamaba a sus imágenes “documentos humanos”.

El libro The Path Men Take (Los caminos que toman los hombres) recopila la obra fotográfica del aventurero e incluye instantáneas tomadas en cuatro episodios determinantes: la guerra ruso-japonesa, el terremoto de San Francisco en 1906, su expedición por los mares del sur y sus reportajes, conviviendo con la pobreza, en el East End londinense golpeado por la Revolución Industrial.

“Tenía los ojos de un soñador” escribió sobre él el fotógrafo Arnold Gente, citado por El País. “La función propia del hombre es vivir, no existir”, sostenía London, autor de 50 libros en cuatro décadas de vida en las que llegó a ser el escritor estadounidense mejor pagado.

Hijo de un astrólogo ambulante y una espiritista suicida, John Griffith Chaney creció entre las calles y el muelle de San Francisco al cuidado de una esclava negra y de su padrastro, de quien adoptó el apellido London. Sabía lo que decía cuando hablaba de vivir: fue pescador furtivo, guardacostas, cargador de carbón, cazador de focas en el Pacífico, polizón de trenes en Canadá y buscador de oro en Alaska.

“No era un amateur en el campo de la fotografía. Sabía lo que estaba haciendo y cómo hacerlo. Había estudiado el nuevo arte. En su cándida y primigenia mirada no existe nada superfluo. Sus documentos humanos son instantáneas atemporales, momentos capturados en situaciones que tienen un destino común: el camino de la humanidad”, anota Davide Sapienza, en la introducción de la obra, acerca de la carga social de las fotos documentales de Jack London.

El narrador de La llamada de la selva, mermado por el alcoholismo, falleció en 1916, a los 39 años de edad, por una sobredosis accidental de morfina, sustancia destinada a aliviar los dolores de un cólico. El incidente abrió sospechas de un suicidio que finalmente se descartó mucho tiempo después. El gran explorador siempre optó por hacer lo que, junto a la escritura, mejor se le antojaba: vivir.