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José Miguel Silva @jomisilvamerino
Una muy grata sensación queda al culminar la lectura de Los corruptores, la primera novela del experimentado periodista Jorge Zepeda Patterson (México 1952).
Luego de dos décadas de trabajo en diarios, revistas y de publicar ensayos y trabajos sobre política y economía, el hoy director de Sin Embargo busca trazar un camino exitoso en la literatura mundial.
Por lo pronto, su primer libro ha recibido varios elogios de parte de la crítica especializada. En estos lares, en donde el thriller de gran calidad no es algo muy común, Los corruptores brilla con luz propia.
Conversamos con él luego de su presentación en la tercera Feria Internacional del Libro de Trujillo.
El libro salió en septiembre del año pasado. Ha dado decenas de entrevistas sobre él. ¿Qué le queda pendiente por decir?
(Risas) Ya muy poco. Algunas peculiaridades nada más.
¿Esperaba la gran recepción que tuvo el Los corruptores en el público?
No, porque para mí fue una especie de divertimento sobre lo que había venido haciendo antes: libros de periodismo, de análisis económico y sobre todo análisis político. Es mi primera incursión en la ficción y la abordé tal cual, como tener la posibilidad de cumplir un deseo, un anhelo. Siempre fui lector compulsivo y hacer una novela siempre fue parte de uno de mis proyectos eventuales. Me ha sorprendido gratamente la reacción que ha tenido Los corruptores. Se está traduciendo a varias lenguas y en España ya vamos por la segunda edición.
La Vanguardia de España afirmó sobre usted que “ha vuelto Larsson” (por Stieg Larsson, creador de la exitosa saga Millenium).
Eso fue muy halagador teniendo en cuenta el éxito de la trilogía.
Hay en los Azules (cuarteto de personajes principales de la historia) alguien muy especial: Amelia. Se trata de una mujer que llena la vida de sus otros amigos. Es una presencia absoluta dentro de la novela. ¿Qué buscó al crearla?
Me llamaba mucho la atención el papel de las mujeres en la política. Por ahí lo dice algún personaje de la novela, normalmente y por desgracia en varios países, las mujeres que incursionan en las esferas del poder sufren una extraña transformación en ‘gorilas alfa’, en machos. Se sienten impulsadas a expresarse de manera tan autoritaria y prepotente como sus colegas, por considerar – me imagino que equivocadamente – que si no lo hace entones nunca serán tomadas en serio. He conocido muy pocas mujeres en la política que conserven su femineidad y no obstante sean políticas efectivas y protagónicas. Por eso es que me atraía la posibilidad de desarrollar un personaje como Amelia, que sin renunciar a esto último, es una líder respetada, admirada, etc.
Pero que también muestra muchas debilidades y dudas personales.
Sí y por razón de sus convicciones. Parecería que, por desgracia, hay muchos políticos que consideran que los principios son un estorbo para su carrera profesional. O como un personaje de la historia que asegura que las convicciones no pueden estorbar el ascenso en tu carrera. Amelia es distinta. Ella viene del activismo por las causas humanitarias y accede a la política por una vía que no es tan común. Este personaje no renunció a sus principios y por eso se convierte en un actor político sui generis.
Al inicio de la historia, Tomás es un periodista sin muchas ambiciones, que es importante para nadie. Es como un ocaso anticipado. ¿Podría decirse que la mayoría de los periodistas son como el protagonista de su novela?
No, pero sí es cierto que hay en el periodismo un daño colateral, una enfermedad profesional que es el cinismo y hay razones para explicarlo. Cuando uno está cubriendo una y otra vez la escena pública y la realidad nos muestra que hay tanta simulación. Se va generando una segunda piel relacionada con la incredulidad. Si escuchamos el discurso de un funcionario y la experiencia nos ha enseñado que detrás del mensaje hay una simulación mayor o menor pero la hay. Una puesta en escena que no necesariamente remite la realidad. El subproducto de eso es una segunda piel de cinismo y este mal carcome el alma. Todo esto genera lo que tiene Tomás, un desencanto permanente, un pesimismo, una incredulidad total sobre lo que es la escena pública, la vida pública. Y en muchas ocasiones, el que no está interesado vitalmente en su carrera personal encuentra que no hay motivaciones en la actividad pública que justifiquen empeñarse todos los días al 100% de energía. Creo que Tomás, que no es un arribista, está en ese punto de su carrera en el cual ya no encuentra el romanticismo, el impulso de las grandes causas del periodismo justamente producto de este cinismo que lo ha penetrado.
Usted afirmó en una entrevista que uno no camina por México con una pistola apuntándole por la espalda. ¿Buscó dejar en claro eso con Los corruptores? Porque hay muchas situaciones no necesariamente violentas dentro de su historia.
Claro. Desde afuera, cuando se escucha México, la mitad de las veces es por algo relacionado con una nota roja, con algo sangriento. Da la sensación de que vivimos en Chicago de los años 30s. México tiene más de 100 millones de habitantes, casi dos millones de kilómetros cuadrados. La vida te puede transcurrir completa sin nunca haber visto un hecho así. Yo nunca he visto un asalto, ni un balazo ni alguien desangrándose en la calle. Es cierto que puedo no ir a barrios bravos en la madrugada, pero puedo ir a un restaurante y no sentirme asustado. Y hay zonas completas donde no pasa nada y la vida de los mexicanos acaba siendo así. Ahora, el crimen organizado es un factor que claro que está ahí como un gran telón de fondo pero Los corruptores no es una novela del género Narco, sobre los capos o sobre la vida de los sicarios. No es el caso, sino más bien se trata de un thriller político que podría haber estado ambientado en otro lugar del planeta.
No recuerdo muchos periodistas que a su edad (61) admitan tan claramente que el negocio de los periódicos va rumbo a la extinción, o por lo menos a tiempos muy complicados. La mayoría intenta aferrarse al papel. ¿Qué fue lo que ocurrió para que usted tenga una posición tan firme en torno a este tema?
Quizás el haber sido responsable de medios. Tener un pie en la sala de redacción y el otro en los temas de modelos de negocio. En realidad, un director de periódico es 30% periodista, 30% relacionista público y el resto es administrador. Ahí pasas muchas horas viendo presupuestos, facturaciones de publicidad, tendencias. La realidad es absolutamente innegable cuando estás inmerso en esta data. Además, yo hacía un semanario que era el dominical de cerca de 20 periódicos. Lo fundé y lo dirigí durante doce años. En los últimos cinco o seis años no pasaba un mes sin que alguno de los 20 periódicos disminuyera el tiraje dominical para el cual yo le suministraba los ejemplares. Lo que quiero decir es que se trata de una tendencia irreversible. Por otro lado, la data del mercado no permite engañarse. Los jóvenes menores de 30 años no leen un periódico ni en defensa propia. Ahora ya ni siquiera lo hacen para ver la cartelera del cine porque lo terminan buscando en el móvil. Mi hija tiene veintitantos años y es hija de periodiqueros, sabe que eso le pagó la Universidad, hoy es una buena profesional muy bien informada pero nunca por la prensa. Hay que rendirse a los hechos.
Tenemos que ser conscientes de eso.
Eventualmente, la vida del periodismo impreso está condenada a modificarse sustancialmente sobre lo que hemos conocido, Probablemente persistan ciertos nichos de periodismo especializado, pero desaparecerán como lo hemos conocido durante 150 años: el medio fundamental mediante el cual una comunidad se enteraba de una información.
Me llamó mucho una columna que usted escribió sobre el primer año de gobierno de Enrique Peña Nieto. Parecía que habla de Ollanta Humala por ratos. Por ejemplo, nuestro presidente también se dio cuenta que la izquierda es innecesaria para gobernar. ¿Por qué cree que la izquierda, salvo en Venezuela, Bolivia, Ecuador, es tan intrascendente en el resto de la región?
Uno podría pensar que la persistencia de la desigualdad social en nuestros países, que es abrumadora, permitiría que la izquierda sea una fuerza fundamental, presente y muy sólida, pero no lo es. Creo que la explicación tiene que ver con que los incentivos del capital. Finalmente vivimos en una sociedad de consumo donde el soberano es el mercado y éste tiende a desincentivar a los actores que impulsan una agenda relacionada a derechos humanos, a la igualdad y a la justicia social. Lo que se premia en realidad es la rentabilidad del capital. Entonces, las agendas vinculadas a eso, a la generación de empleo, a la inversión, a la presión de capitales, suelen ser mucho más rentables políticamente. Por otro lado, está también la pobreza de muchos de nuestros cuadros de la izquierda que son incapaces para montarse creativamente en la oferta de soluciones en un contexto que por sí mismo es hostil: la globalización de los capitales.
Recuerdo el último año del gobierno de Felipe Calderón en México. Llegaban (a Lima) muchas noticias de decenas de muertos. Por ratos parecía que su país se destruía a pedazos. Hoy, teniendo en cuenta que han pasado un par de años, ¿México se está yendo al diablo?
No, no se está yendo al diablo. Es un país inmenso, es la onceava economía del mundo. Hay varios países dentro de México, tanto en términos ecológicos, como en población e infraestructura y ahí está. El crimen organizado es un fenómeno económico, es un cáncer en varios sentidos, pero el país es mucho más que eso. Yo tengo la esperanza en que encontremos las formas para ir encarando el tema. Ahora mismo, la aparición de las Brigadas de Autodefensa – pese a todas las críticas que hay en torno a ellas – es una respuesta de la sociedad civil, una especie de “ya basta” que a mí me parece más prometedor. Es cierto, tiene aristas peligrosas que habrá que vigilar, puede derivar en un paramilitarismo que nadie desea, pero en esencia el impulso a mí me parece esperanzador.
En la parte final del libro usted menciona las muertes de los exsecretarios de gobernación Camilo Mouriño y de José Francisco Blake en 2008 y 2011, respectivamente. Luego escribe “la política real suele ser inverosímil”. ¿Cuántos hechos así acumuló usted en estos veinte años de carrera periodística?
Muchísimos casos así. Por ejemplo, en los noventas hubo el asesinato de un cardenal al que confundieron con ‘El Chapo’ Guzmán. Llegó un cardenal a tomar un avión junto a su chofer, lo confundieron con el capo y lo acribillan. A las pocas semanas capturan a uno de los que participó en la ejecución y esa misma noche, este sujeto aparece muerto. Obviamente, había muchos secretos que guardar. Bueno, apareció muerto por una enfermedad llamada ‘de cuna’, ahogado por su propio vómito. Un tipo de 30 años y súper sano. Mira, cualquier novelista que usara ese argumento sería tacho de poco imaginativo. Una y otra vez nos juegan estas trampas.
Justo me habla usted de ‘El Chapo’ Guzmán. Para usted la captura fue un hecho agridulce, que le generaba alegría pero también mucha preocupación. ¿Por qué?
Joaquín Guzmán no deja de ser un tipo astuto y punto. La explicación del fenómeno en torno a su figura y el hecho de que haya estado más de 20 años al mando de un cártel tan importante tiene que ver con la red de protección que le rodeaba. Ahí entra un entramado de funcionarios, fuerzas militares y policiales que tuvo corrompidas. Quitar un elemento de ahí y presumirlo como un golpe mortal al cártel de Sinaloa es una desproporción debido a que si no se desmonta ese engranaje, ‘El Chapo’ va a ser sustituido. Ya de alguna manera lo era. El tipo andaba a salto de mata. No es que era un ‘CEO’ ejecutando decisiones. Más de la mitad del tiempo se la pasaba huyendo. Él va a ser sustituido por alguno de sus lugartenientes, en el peor de los casos luego de una guerra cruenta entre estos y no pasa absolutamente nada.
¿Termina siendo una victoria simbólica?
Sí. Es más simbólica. Es cierto, los símbolos son a veces importantes porque pasa el mensaje a nivel internacional. Mira, era casi un insulto para México que la lista de Forbes colocara al ‘Chapo’ todos los años como uno de los hombres más poderosos del país. Creo que va más por el lado del símbolo que por el lado de decir “ahora sí disminuye la fuerza del cártel”. Eso no va a pasar. Y en algún escenario podría suceder lo que yo comentaba en la columna que tú leíste. Esto de Nacho Coronel, el capo que dominaba Guadalajara de tal manera que la ciudad estuvo muy tranquila por cuatro o cinco años. Hace tres lo mataron y a partir de ahí regresó la violencia.
¿Por qué?
Porque el gran problema es la rivalidad entre los cárteles. Cuando uno escucha “20 muertos” en las noticias no es necesariamente por una guerra entre las fuerzas armadas y los cárteles, sino por la guerra entre estos últimos. A veces las poblaciones desean que haya un cártel dominante porque ahí se acaba la ‘guerra’. Hacen su negocio, hay corrupción y demás pero al final se meten muy poco con la población civil, tampoco a ellos les interesa ‘calentar la plaza’, que la ciudad salga en las noticias todos los días. El problema es que cuando cae un capo otros cárteles entienden que la plaza está débil y empiezan las guerras civiles. Eso descompone bastante a una población.
¿Ha vuelto a leer Los corruptores luego de publicarlo?
No. La posibilidad de hacerlo me genera una sensación de incomodidad porque donde ponga el ojo, y ocasionalmente me ha pasado, encuentro un párrafo o una palabra que pienso que quizás debí decirla de otra manera. Leo una frase y siento que enunciada de otra manera podría haber sido más contundente. Está bien que uno tenga un ojo crítico hacia sus obras pero al mismo tiempo puede ser muy incómodo porque ya no lo puedes resolver. Por otro lado, estoy terminando la segunda parte de la saga. Es más, me quedan dos páginas y creo que la terminaré en Lima.
Si usted tuviera que darles un consejo a jóvenes estudiantes de periodismo, ¿qué les diría?
Yo insistiría en que, pese a la crisis del modelo de negocio, la función social del periodista nunca había sido más urgente que ahora, justo porque hay una sobre abundancia de información. También de seudo información, de información basura. La sobre abundancia exige hoy, más que nunca, el papel de curador que hace el periodista, es decir “ojo opinión pública”, esto es lo pertinente. Porque o sino la dieta de información de la opinión pública va a acabar siendo la información chatarra. Es necesario un periodista que intenta alimentar una información pública sólida, sana, plural, que sea capaz de tomar decisiones y participar en los procesos que atañen a la comunidad. Además, en países como el nuestro, en donde la acción de la justicia es tan deficitaria, en donde los jueces suelen ser cómplices del Ejecutivo, del soberano, del príncipe. Me parece que es absolutamente imprescindible el papel del periodismo fiscalizador que pueda extender el dedo flamígero y señalar las malas prácticas y los vicios de la vida pública, las corrupciones y las infamias, porque la justicia está haciendo un muy pobre trabajo para ventilarlo. El periodismo es a veces es el único antídoto que puede poner algún límite a los excesos de los gobernantes, que si no son exhibidos, podrían cometer muchos más abusos en contra del interés público.