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Jugar el partido por el tercer puesto no era la meta de Brasil en el mundial del que fue anfitrión, pero después del “desastre nacional” que significó la derrota 1-7 contra Alemania, era la mejor oportunidad de consolar a su público con una buena presentación, ofrecer una despedida decorosa, y terminar su participación en el evento con una victoria.
Pero el equipo de Felipe Scolari desaprovechó el chance de cerrar un par de heridas que tardaran muchos años en sanar. Muy por el contrario, enfrentar a Holanda profundizó los cortes en la piel del fútbol brasileño y los infectó con el virus del desconcierto. Lo que en la semifinal fue diagnosticado generosamente como un “momento humillante”, se agravó en el partido por el tercer puesto y en el parte médico podría leerse “carencia crónica de fútbol”.
La siguiente vergüenza
Quienes deseen excusar de alguna forma la derrota ante Holanda en su último partido del mundial, podrán acudir al culpable frecuente: el árbitro. El silbato argelino Djamel Haimoudi y sus asistentes se equivocaron en la valoración de las dos jugadas que resultaron en los tempranos goles de la ventaja del equipo europeo. Brasil fue víctima de un penalti inexistente y un fuera de lugar ignorado.
Aún así, con excusa, la explicación es otra. Brasil careció contra Holanda, al igual que contra Alemania un par de días antes, de orden y disciplina. Esos dos elementos, característicos del fútbol contemporáneo, tampoco fueron parte del repertorio del anfitrión en su Mundial, pero las emociones que suplieron esa carencia hasta los cuartos de final, no alcanzaron cuando el rival fue una potencia de verdad.
La defensa brasileña fue en el Mundial una delantera de largo recorrido. Pillar al central David Luiz en el área chica del contrincante fue lo usual, y ver a los laterales llegar a la última línea, un arma recurrente. Pero lo que debía ser un aporte ofensivo terminó cada vez en suicidio. Alemania y Holanda explotaron al máximo, y cada vez que quisieron, todos los espacios que regaló una defensa con ida, pero sin regreso.
Y mientras atrás el caos era total, en el medio dos jugadores intentaron conservar de pie el andamio (Luiz Gustavo y luego Fernandinho), mientras otro se esmeraba por aportar ideas (Óscar). Pero el ataque no encontró por donde inyectar peligro a Holanda, no porque las posibilidades no existieran, sino porque ellos no supieron cómo usarlas cuando las hallaron.
Estado crónico
Perder 3-0 contra Holanda no fue lo peor de la noche para la afición brasileña. Una más mala noticia le fue comunicada en el partido por el tercer puesto, y no era la de que debía contentarse con el cuarto lugar del Mundial que con tanto sacrificio y esfuerzo organizó pese a la polémica que le acompañó.
No, para el país pentacampeón del mundo, acostumbrado a ser protagonista de primer orden del fútbol internacional, y punto de referencia para el resto de naciones, la mayor vergüenza radica en el tener que aceptar que eso a le que juega su selección no inspira a nadie, ni despierta el deseo de imitar, así como tampoco puede poner la cara de igual a igual con rivales a los que históricamente vio a su mismo nivel.
Brasil sigue teniendo jugadores de enorme calidad, con un brillante presente (Neymar), y un prometedor futuro (Óscar); capaces de asustar solos a toda una defensa (Hulk); de convertir el arte de defender en un arma de ataque (David Luiz); o de conectar partes de un mismo cuerpo que se comportan como si fueran totalmente ajenos (Luiz Gustavo).
La enfermedad brasileña no es producto de la ausencia de buenos futbolistas. El mal que azota a la que fuera en otrora una potencia del balompié es la incapacidad de sumar los valores que posee hasta convertirlos en un capital. Lo que no tiene Brasil es un equipo. Y ese es un grave cuadro clínico, pues es como morirse de hambre con el refrigerador lleno.
(Fuente: Deutsche Welle )