"Estas hojas no bastan": Las cartas de amor más apasionadas (y demoledoras) de todos los tiempos
Hoy nadie escribe cartas. Hay costumbres e inventos que se las arreglaron para convivir con las nuevas tecnologías; el libro en papel, sin ir más lejos, sigue firme a pesar de los malos augurios.
Pero no pasó eso con las cartas. Y tal vez está bien. El mail, el mensaje de texto y los chats nos han librado de tener que agotar un tema, por razones de tiempo y costos; sin embargo, una carta de amor es otra cosa. Este es un repaso por las más apasionadas (y demoledoras) de todos los tiempos.
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El día en que, por fin, le mostraron impresa su única novela, Andrés Caicedo se suicidó con sesenta pastillas de Seconal. Dicen que las tomó con café, otros que con gaseosa. Iba a cumplir 25 años y creía que, después de esa edad, vivir era una vergüenza, casi un desperdicio.
Hacía quince días se había colado entre los camerinos de un concierto en Buenaventura solo para ver, frente a frente, a Héctor Lavoe, su ídolo. Le gustaba ‘Triste y vacía’. Le gustaba, también, coleccionar mapas y lápices de colores.
Ese día lo acompañaba Patricia, su esposa, quien últimamente venía disgustada porque él le mandaba besos y piropos al poeta Harold Alvarado Tenorio (H.A.T.)
En realidad, su esposo ya se había acostado con muchos, desde el colegio, y también con algunos escritores. La leyenda dice que Patricia se enteró de aquellas insinuaciones, y entonces decidió dejarlo solo, irse, evaporarse, no sin antes gritarle loco degenerado.
El pelo suelto, los lentes rocosos, ese andar de pájaro herido por el viento, Caicedo la buscó por los restaurantes de Cali, por las avenidas, por las tiendas, en todos los parques donde habían sido felices. Pero no la encontró.
Ese día regresó al departamento y escribió una carta, la última carta de su vida: “(…) tengo en estos momentos el corazón en pedazos y ya no sé dónde recogerlos, o no sé qué hacer con ellos. (…) Patricita, te lo suplico, por favor, créeme, el acto, los movimientos, los gestos que yo hice con H.A.T. no fueron de homosexualismo, yo no soy homosexual. Fue que se me fue contagiando la locura de él”.
Luego escribió unos párrafos más, miró su novela ‘¡Qué viva la música!’, recién salida de la imprenta, y no soportó. Tomó sesenta pastillas de Seconal, una a una, sin inquietarse demasiado, y se tendió a esperar los efectos.
Eran los primeros días de marzo de 1977 y había un sol radiante. Sobre su máquina de escribir, se encontraron cómics donde resaltaban corazones rotos.
**2.
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Ocho meses antes de suicidarse, la poetisa argentina Alejandra Pizarnik escribió una última carta a su amiga Silvina Ocampo. Alejandra era adicta a las anfetaminas, tenía acné, había publicado dos poemarios póstumos y a sus 35 años no quería ir a otro lugar más que al fondo.
Las primeras líneas de la carta dicen así: “Vos, mi amor, vos no me des memorias. Voy sabes cuánto y, sobre todo, sufro. ¿Acaso las dos sepamos que te estoy buscando? Sea como fuere, aquí hay un bosque musical para dos niñas fieles”.
Cada frase hacía un tajo en el papel. Alejandra solía decir que lo único que tenía era su nombre, el que se dio a sí misma a partir de su segunda publicación, guardando para el recuerdo el que le habían dado sus padres, Flora, y el verdadero apellido, Pozharnik, alterado por un error de registro.
En junio de 1971, había ingerido una sobredosis de barbitúricos pero fue encontrada a tiempo, de modo que fue internada en un hospital para practicarle un lavado de estómago.
A partir de entonces frecuentaría clínicas y tratamientos para tratar de aliviar su persistente depresión. Le escribía a Cortázar y Cortázar le respondía que quería verla en slip. A Silvina Ocampo, la mujer que Alejandra amó tanto, le decía: “¿Por qué, Silvina adorada, cualquier mierda respira bien y yo me quedo encerrada y soy Fedra y soy Ana Frank? El sábado me choqué. Me duele todo. No me dolería si me tocaras”.
Sus diarios personales fueron mutilados por la familia para evitar que se supiera sobre su homosexualidad y sobre sus fantasías eróticas de contenido sado y obsceno. Sin embargo, ya habían sido editados años antes por la misma Alejandra, quien borró algunas partes que no le hubiera gustado ver publicadas.
Un año antes de morir garabateó esta línea: “Abandono de todo plan literario… Las palabras son más terribles de lo que me sospechaba. Mi necesidad de ternura es una larga caravana… sé que escribo bien y esto es todo. Pero no me sirve para que me quieran”.
De Silvina Ocampo, en enero de 1972, se despedía así: “Te dejo. Me muero de fiebre y tengo frío. Quisiera que estuvieras desnuda, a mi lado, leyendo tus poemas a voz viva. (…) Además la muerte, tan cercana a mí, tan lozana, me oprime. Silvette, no es una calentura, es el reconocimiento infinito de que sos maravillosa, genial y adorable”.
“Hacéme un lugarcito en vos, no te molestaré. No imaginas cómo me estremezco a recordar tus manos que jamás volveré a tocar si no te complace (…) Sos la sola, sos la única, pero es necesario decírtelo: nunca encontrarás a alguien como yo y eso lo sabés todo. Silvina, curáme, ayudáme, no es posible ser tamaña supliciada. Silvina, curáme, no hagas que tenga que morir ya. Tuya. Alejandra”.
Ocho meses después, el 27 de septiembre de ese año, Alejandra se suicidó en su habitación. Junto a su cuerpo encontraron escrito: “No quiero ir nada más que hasta el fondo”.
Su cuarto estaba lleno de muñecas destartaladas y maquilladas, libros que se apiñaban por todas partes, lápices de colores que ella coleccionaba como manía personal y los papeles dispersos de sus últimos escritos.
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De Gustave Flaubert:**
“La próxima vez que te vea te cubriré con amor, con caricias, con éxtasis. Te atiborraré con todas las alegrías de la carne, de tal forma que te desmayes y mueras. Quiero que te sientas maravillada conmigo, y que te confieses a ti misma que ni siquiera habías soñado con ser transportada de esa manera. Cuando seas vieja, quiero que recuerdes esas pocas horas, quiero que tus huesos secos tiemblen de alegría cuando pienses en ellas”.
De Oscar Wilde:
“Mi niño, tu soneto es encantador, y es una maravilla que esos labios tuyos, rojos como pétalos de rosa, estén hechos tanto para la locura de la música y las canciones como para la locura de besar. Tu delgada alma dorada camina en el medio de la pasión y la poesía”.
De Ernest Hemingway:
“Es muy duro estar aquí sin ti y lo estoy haciendo pero te extraño tanto que podría morir. Si algo te pasara moriría de la misma forma que un animal muere en el zoológico si algo le pasa a su pareja”.